lunes, 21 de diciembre de 2009

Un homenaje epistolar a Victor Jara

Queridos amigos de la comunidad Kollahuara:
Con motivo del funeral oficial de Víctor Jara, ocurrido hace ya algunos días, y después de 36 años de su asesinato, he querido compartir con ustedes algunas reflexiones que nos tocan como cultores del canto popular latinoamericano.
Tuve la suerte de conocerlo fugazmente en el "camarín" de la Peña de los Parra (más bien una pequeña bodega), mientras él afinaba su guitarra para salir a escena, y yo hacía otro tanto a la espera de los demás integrantes de Kollahuara. Nos saludamos distraídamente, ya que no nos conocíamos, y cada uno siguió en lo suyo por algunos minutos, hasta que a él lo llamaron al escenario. Fue la única vez en mi vida que lo vi personalmente. Esto tiene que haber sido a mediados del año 1973, es decir, algunas semanas antes de su muerte.

Me pareció un hombre tímido, con aire campesino, pero con un gran magnetismo que exteriorizaba a través de una voz casi rústica pero muy emotiva. Vestía entero de negro.
Lo más importante de ese fugaz encuentro fue que, estando solamente nosotros dos en ese pequeño espacio, que a la vez era el lugar donde se guardaban las cajas de vino, el lugar estaba lleno de su presencia. Es algo medio difícil de explicar pero lo intentaré. Yo percibí que dentro de esa pieza estaba, más que un hombre, toda una historia, toda una vida que respaldaba cada una de sus canciones, todo un pueblo que cantaba a través suyo. Sentí esa pieza llena de las experiencias que él llevaba en su corazón, en la memoria y en la sangre, las que se hacían presentes cuando él comenzaba a cantar. Es algo extraño, pero real. Al parecer los cantores populares cuando cantan de verdad lo que han vivido, lo que piensan y lo que sienten, están cargados de "conciencia", de responsabilidad para con su oficio; es como si llevaran una mochila invisible con todos los sueños y los dolores del mundo, que los hace unos seres trascendentes, es decir, que son mucho más de lo que uno ve; mucho más que un hombre sentado con una guitarra.
Víctor Jara tenía ese magnetismo, por llamarlo de alguna manera, que te hacía sentir por su persona una especie de reverencia mística, como si uno estuviera frente a un santo o algo por el estilo. No exagero, es lo que yo sentí.
Entre las muchas revelaciones que han salido a la luz con motivo de ese funeral, leí el testimonio de un alumno suyo, de la Universidad Técnica, que cayó prisionero junto con él ese fatídico día 11. Cuenta este hombre, ahora un sesentón canoso, que le ofreció candorosamente a Víctor cambiar sus ropas con él, ya que la indumentaria de Jara era bastante especial y lo hacía fácilmente reconocible a los ojos de cualquier oficial medianamente informado. Víctor se negó rotundamente. Dijo que él estaba dispuesto a enfrentar su destino cara a cara, como siempre había vivido, y respetando sus convicciones. Esa noche lo sacaron de entre la multitud de detenidos y nadie supo más de él hasta que apareció, dos o tres días después, tirado a la orilla de un camino con más de 40 disparos en el cuerpo y ambas manos destrozadas, presumiblemente a culatazos. Su mujer, Joan Turner, lo tuvo que buscar en la morgue entre decenas de cuerpos desnudos, amontonados en el suelo y también asesinados, como Jara. Le entregaron el cuerpo con el compromiso
de enterrarlo en forma absolutamente privada. Así estuvieron sus restos hasta el año pasado cuando, por orden de un juez, fueron exhumados, se les hizo la autopsia y se comprobó oficialmente lo que todo el mundo ya sabía. Sólo falta que la justicia llegue a establecer quién dió la orden de torturarlo y asesinarlo.
Extraño destino el de los grandes hombres que mueren asesinados en la plenitud de sus vidas, y luego su figura y su legado se hacen universales y trascienden largamente lo que hubiera sido su vida y su obra terrenal, transformando ese estúpido crímen en un acto miserable y, sobretodo, vano.
La noche anterior a su entierro fui hasta la Plaza Brasil a rendirle un último homenaje. Me fue imposible acercarme siquiera hasta la puerta del Galpón Víctor Jara, el Centro Cultural erigido en su memoria. La fila de gente que quería llegar hasta el féretro daba vueltas la manzana. Pude, eso sí, dejar escrito en el Libro de Condolencias el saludo de nuestro grupo.
En la plaza había un escenario donde los cantores populares le brindaban sus sentidas canciones, y una multitud que las coreaba con una emoción que se reflejaba en todos sus ojos.
Emoción. Esa es la palabra precisa. ¿Qué sentido tendría cantar o hacer música de raíz folclórica si no nos asiste esa bendita emoción, ese sentimiento indefinible casi, que al empezar a cantar nos transforma en mensajeros del sentir más profundo de un pueblo?

"Levántate y mira la montaña
de donde viene el viento el sol y el agua,
tú que manejas el curso de los ríos,
tú que sembraste el vuelo de tu alma".

Estos preciosos versos de la Plegaria a un Labrador me recuerdan la última vez que estuve en Sorata, al norte de La Paz. Allí, a los pies del monte Illampu ("resplandeciente", en lengua aymara), recordé las historias que me contaba mi madre acerca de su infancia en ese mágico cañadón serrano. Recordaba ella la cosecha de las papas o del maíz, cuando los campesinos iban apilando a un costado las papas más grandes o los choclos más generosos para que luego, una vez terminada la faena, el Jilakata (autoridad aymara de la comunidad) diciendo sus oraciones de agradecimiento a la Pachamama por la generosa cosecha, quemara en un fuego ceremonial esos productos elegidos, cuyo humo se elevaba hacia el cielo como una ofrenda, hasta la altura de los Apus tutelares (divinidades protectoras).
Emoción y gratitud. Eso era lo que sentía esa noche mientras regresaba a casa. Emoción por haber compartido por algunos momentos el sentimiento de toda esa gente reunida en torno al recuerdo de un hombre, su conciencia y su canto. Y gratitud, por haber tenido la suerte de vivir esa bella época llena de sueños y esperanzas, de música y grandes amigos, los que aún conservo a pesar de los años transcurridos y de todas las aguas turbulentas (me robo la metáfora de Simon and Garfunkel) que han pasado bajo todos los puentes.
Sirva también este postrero homenaje a Víctor Jara para enviarles un gran y fraternal abrazo.
Juan Silva.
Director de Kollahuara