Ha partido Eduardo Galeano. La triste noticia me sorprende en mitad del ajetreo de esta ciudad y mi primera
sensación es una especie de desamparo que comparto, sin que ellos lo sepan, con la gente que veo pasar, con
la ciudad entera, con este país, con el continente. Porque mientras Galeano estuviera por allí, estábamos todos
más seguros. Porque mientras Galeano estuviera observando y escribiendo para denunciar tanta injusticia,
tanta deshumanización y tanta imbecilidad, todos podíamos dormir más tranquilos.
Luego, el recuerdo no buscado de un tren a Machu Picchu a finales de los años setenta, atestado de campesinos,
gente del Cusco y algunos mochileros, y la música de un trío de muchachos de sombrero negro y trenza
que irrumpió de pronto con charango, guitarra y quena, y que me sacó abruptamente de la lectura de la biblia
de los viajeros de aquellos años, Las Venas Abiertas de América Latina.
Y aquella música brotaba inesperadamente de las páginas de ese libro que iluminó la mente y el corazón de
tantos jóvenes que vagabundeábamos por este continente, buscando aquello de lo que Galeano nos hablaba:
nuestros orígenes, la invariable tragedia de nuestra historia, el sustrato material, espiritual y cultural que debiera
sustentar nuestro ser, nuestra realidad y nuestra dignidad de latinoamericanos.
Y el canto de esos muchachos, orgullosamente cuzqueños, se sobreponía al murmullo del vagón, a los barquinazos
del tren que los obligaba a afirmar la espalda en los asientos, al tráfico permanente de los vendedores que
voceaban chicha de jora, Inkacola y chicharrón, y a la indiferencia de los gringos que pensaban, seguramente,
que los músicos eran parte del paisaje, como los rebaños de llamas que los pastores arriaban, allá afuera, a
certeros piedrazos con sus hondas.
Y Galeano tenía razón mientras yo escuchaba esos versos en quechua, que aunque no entendía eran mi propia
canción, mi propio dolor y mi propia alegría, porque hablaban de este suelo que compartimos, de nuestros
ancestros comunes y, finalmente, de ese querido pueblo del Perú que, como tantos otros, luchaba contra la
pobreza endémica, la corrupción y el saqueo desvergonzado de sus riquezas naturales.
Porque Galeano iluminó los pasos de muchos jóvenes que no aceptábamos la “historia oficial” y nos adentrá-
bamos por los senderos más recónditos buscando esa realidad que intuíamos, esa verdad dolorosa que queríamos
ver, para asumirla y crecer desde ella, para elaborar a partir de esa constatación nuestra propia voz y
nuestro propio pensamiento, en pos de aportar nuestro grano de arena para cambiar ese destino.
Así, los niños de las islas de los Uros, frente a la ciudad de Puno, que juegan con totora con sus manitos renegridas
y sus cabecitas llenas de piojos, ya no estarían tan solos en medio de este mundo desalmado donde un
sistema económico deshumanizado les está robando el futuro día a día.
Así, un anciano ciego con su pequeño nieto de lazarillo, no tendría que tocar su rondador durante horas y horas
en un mercado callejero de Ambato, para obtener el sustento diario.
Así, una campesina de Charazani no tendría que tejer interminablemente en su telar, para que un intermediario
inescrupuloso le pague una miseria por su trabajo, o para que algún descriteriado le pida una rebaja sobre el
precio que ya es un regalo.
Porque Galeano nos entregó todo un continente que pensábamos ajeno. Porque nos enseñó a desconfiar de la
historia aprendida y a reconocer a los agentes del odio que nos quieren ver enemistados, ya sea por razones políticas
o económicas. Porque nos ayudó a ver en los pueblos de Latinoamérica a nuestros iguales. Porque hoy
tengo hermanos que son profesores en Huaraz, artesanos en Otavalo, músicos en La Paz, comerciantes en Santiago
del Estero, artistas callejeros en Curitiba, campesinos en el Chaco paraguayo o actores en Montevideo.
Porque hoy tengo una patria grande que se extiende por la pampa interminable y porque el alarido de las
montoneras y el furioso galope que levanta el polvo de los años se confunde con los bombos legüeros y las
guitarras que hoy buscan con golpes de fuego las palabras y los sentimientos de nuestros antepasados incas y
mapuches.
Porque nuestra Cordillera de los Andes sigue, mucho más allá de lo que dicen los mapas, y en algún momento
se abre en dos brazos donde acuna una extensa planicie y un lago sagrado donde, según los aymaras, apareció
Wiracocha (viento del lago) sobre las aguas y dio origen al mundo andino. Ese mundo andino que nos ha nutrido
con su cultura milenaria y cuya profunda espiritualidad recién estamos empezando a entender.
Porque en ambas vertientes de esa madre cordillera, desde Venezuela hasta la Patagonia, han florecido culturas
amparadas en el cauce de los ríos que desaguan en el mar y en el infinito Amazonas, y todas esas culturas nos
pertenecen, al igual que los ríos invisibles de todas las sangres que se han mezclado en nuestras venas. Esas
venas que, según Galeano, los mercaderes del dinero y de la muerte han estado vaciando desde la llegada de
los conquistadores.
De allí el desamparo y la soledad en que nos deja su partida. Porque Galeano siempre estaba allí, hablando
por todos nosotros, levantando su voz por sobre el horroroso estampido de las bombas que matan y mutilan
niños en tantos lugares de este planeta, alzando su voz por sobre los parlantes que venden todo al mejor postor,
ignorando la más mínima ética y el respeto por los seres humanos, por su dignidad y por el medio ambiente.
Soledad. Una palabra que pertenece a nuestra geografía. Esa soledad oceánica que es el sino de nuestro continente.
De ella nos hablaba García Márquez cuando fabuló a Macondo, un pueblo que sobrevivía al olvido de
un gobierno lejano y a las incontables guerras civiles inventándose un universo mítico. La soledad de Martín
Fierro cruzando la pampa interminable, desterrado en un páramo que también era su patria, vagando en pos de
un destino que jamás encuentra. La soledad de Túpac Amaru y su montonera por el Alto Perú, abandonado a
su suerte por la ignorancia y la inconciencia de su propia gente, que prefirió la sumisión a un Virrey ajeno a la
dignidad de un destino propio. La soledad de San Martín, quien tras la épica liberación de tres países se estrella
contra el orgullo inexpugnable de Bolívar y debe renunciar a su sueño, marchando al autoexilio en Francia.
Y hoy, ya sin Galeano, tenemos que sobreponernos al desamparo y a la soledad de este continente y ponernos
de pie para asumir el deber irrenunciable de levantar la voz ante los hechos que atenten contra la convivencia
civilizada, para hacer de esta tierra un lugar donde se respete a cada persona, a cada grupo humano, a cada
etnia. Un lugar donde los glaciares eternos sigan alimentando los ríos transparentes, donde las selvas y los bosques
sigan acunando la infinita vida que late bajo sus ramas. Un lugar donde el viento siga besando los trigales
y los rebaños en las planicies interminables y donde los océanos sigan regresando a las playas trayéndonos el
alimento y el color de la esperanza.
Un lugar donde la justicie nos ilumine a todos, como el sol de cada día, como el recuerdo de Galeano.
Juan Silva
Kollahuara de Chile
Santiago,
13 de Abril de 2015